El siguiente articulo corresponde al periodista David Gistau publicado en "XLsemanal":
"El otro día, un amigo me llevó a aparcar. Dicho así, no
parece un plan fascinante. Y, en efecto, no lo es. Pero el hombre tenía
un coche nuevo, lo quería enseñar, orgulloso como si lo hubiera
fabricado él, y tuve que ponerme la chaqueta con lo a gusto que estaba y
bajar en el ascensor con mi amigo, que iba ilusionado como si nos
dirigiéramos a nuestra noche de bodas: «Ya verás, ya verás». Un poco más
y me mete en el coche en brazos.
El coche era un todoterreno de
los que se han hecho habituales en la gran ciudad pese a las pocas
posibilidades que hay de amarrar un ciervo muerto al radiador. Siempre
he pensado que esos coches sólo tienen sentido si puedes decorarlos con
una cornamenta y llevar un rifle Winchester cruzado detrás del asiento
del conductor. Y no digo ya los Hummers, que los veo en Castellana y
parece que están entrando en Bagdad. Lo que más apetecía enseñar a mi
amigo no eran las dimensiones, ni el color gris perla, ni los asientos
de piel, ni las luces de astronave del tablero de mandos, ni el ronroneo
felino del motor, ni los posavasos, ni el equipo de alta fidelidad, ni
el navegador con una voz imperativa pero dulce como la que uno espera en
un tacto rectal, ni las pantallitas de cine, como las de un avión, que
había en el asiento trasero. Siendo todo esto impresionante, lo que de
verdad le apetecía enseñar era uno de esos dispositivos gracias a los
cuales los coches aparcan solos. Se pulsa un botón, se recuesta uno con
los brazos detrás de la nuca, y el coche, mediante sensores y una
inteligencia nada desdeñable para una máquina, maniobra sin errar un
milímetro hasta encajar el coche en un espacio bastante limitado. No sé
si el coche tiene días malos en los que aparca chocando delante y
detrás, lo cual lo humanizaría, ni si puede llegar a usurpar la
personalidad del conductor hasta el punto de iniciar por su cuenta
discusiones de tráfico en los cruces o de circular siendo él quien va
bebido. Pero ese día todo fue de una precisión delicada y asombrosa. Ya
quisieran los Apolos posarse así sobre la superficie de la Luna.
Después
de la proeza, permanecimos un instante en silencio. Mi amigo me miraba
esperando un reconocimiento, un elogio, algún regalo admirativo. Como si
la proeza la hubiera hecho él, como si acabara de ganar en Roland
Garros. Y a mí algo no acababa de cerrarme, pero no sabía qué. Hasta que
lo comprendí. Un coche que aparca solo tiene sin duda grandes ventajas y
de hecho proporciona ese tipo de relajación que proviene de cuando se
tiene alguien en quien delegar. Por ejemplo, ¿qué es más estresante?
¿Asesinar con las propias manos a alguien u ordenar que se haga? Siempre
que se pueda, lograr que alguien haga las cosas por ti contribuye a
llevar una existencia más bucólica y con menos riesgos cardiovasculares.
Eso también vale para la a veces muy enojosa tarea de aparcar. Aprietas
un botón, el coche lo hace, y tú te ahorras hasta los enervantes
claxonazos de los que esperan detrás cuando fallas algún intento y te
demoras demasiado. Pero, al mismo tiempo, pensé otra cosa: un coche que
aparca solo nos recorta aún más a los hombres las habilidades de las que
nos podemos jactar. Con lo virilmente orgullosos que nos quedábamos
cuando lo encajábamos a la primera en un espacio difícil. Eran momentos
en los que lamentábamos que no hubiera a bordo testigos de nuestra
gloria. Hasta nos quedábamos unos instantes admirando la distancia
perfecta de las ruedas respecto del bordillo y de los coches de delante
de atrás, intactos ambos. Y hasta esto nos lo quitan y nos obligan a
delegarlo como si ya no existiera ni la mínima confianza en nuestras
virtudes de macho cazador. Coches que aparcan solos. ¿Qué será lo
siguiente? ¿Drones que hacen la guerra por nosotros? ¿Robots que arman
los muebles de Ikea? ¿Androides que boxean? Algún día regresaremos al
prestigio de lo primitivo, y lo primero que haremos será desconectar los
botones auxiliares para enfrentarnos a solas al aparcamiento como si
fuera el primer bisonte."
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